lunes, 25 de octubre de 2010

Lectura 7

VIDAS ANÓNIMAS

Vidas anónimas (I)

Habían pasado muchos años desde que la flor de la vida se marchitó para ella. Él tenía ya 87 años. No se conocían, nunca se habían visto. Coincidieron por casualidad en aquella playa, los dos solos. No acertaría a decir quien dio el primer paso, pero cuando se acercaron, descubrieron que se amaban desde antes de nacer. Se juraron que nunca más estarían solos. El murió a los pocos meses, el diganóstico fue la vejez. La causa, tal vez, la soledad pasada. Ella apenas vivió un año más. El dignóstico fue ahogamiento. La causa, la soledad presente.


Vidas anónimas (II)

Nos cruzamos por casualidad, en la Gran Vía. Era ya tarde para pasear y temprano para ir borrachos. Fingimos conocernos.
- !Hola!
- !Hola!
Tras cinco minutos de conversación ficcticia, decidimos despedirnos.
-Bueno, me alegro de verte, pero tengo que irme- dije yo.
-Yo también me alegro de verte.- respondiste.
-Parece mentira que llevase toda mi vida sin verte.
En efecto, por cinco minutos nos conocimos y fuimos viejos amigos. Por cinco minutos mostramos lo fácil que es añorar a alguien, aunque en realidad sea mentira.

martes, 19 de octubre de 2010

Lectura 6

Sporte scol

Daniela Bojórquez

Habría de pararse en esa tienda de donas a desayunar. Se haría más tarde para el trabajo, aunque estaría mejor que aquí, estancado en sí mismo en un pesero que avanzaría de no ser por el tráfico de la hora pico. En la cafetería de enfrente, donde venden donas de todos los colores, Jo almorzaría tranquilizándose con un café en vez de lamentarse como ahora porque otra vez es tarde para el trabajo. El jefe, si Jo llegara media hora o cuarenta y cinco minutos tarde como máximo, le soltará la retahíla constante en las últimas semanas: un empleado confiable, que ya lleva aquí un buen tiempo trabajando, no debería de llegar a estas horas a cumplir con sus obligaciones, destacaría en la empresa de no ser por sus repentinas impuntualidades.Ya es tarde: nueve y quince. Él entra a las nueve y entraría a las diez si ya fuera subgerente; sería subgerente si redujera las ocasiones en que llega tarde; en realidad subiría de posición sin mayores problemas; se superaría —como dice el jefe—; como dicen todos. Superarse personalmente. Si no pensara en desayunar mientras se dirige al trabajo, si se ocupara en llegar a tiempo, escalaría de posición. Ganaría mejor.


Aunque no fuera en la tienda de donas, gustoso se detendría a comer algo en ese restaurante chino: nueve veinte y con qué gusto mordería ese panqué. Café con leche no caería nada mal. Es tarde. Comería lo que fuera, pero es tarde y el tráfico no ayudaría a llegar a tiempo, aunque tomara un taxi; podría meterse al metro. Se siente presionado: ésta es una mañana en la que su mamá le diría Apúrate Jo, que pierdes el camión.

También se le había hecho tarde el día en que mochila a la espalda, lonchera en mano, con hambre y muy pocas ganas de llegar a clase de matemáticas, corrió hacia el autobús, y al subir todos los niños le gritaron ¡Sé! , ¡Sé! , ¡Sé! Creían que a Jo le faltaba medio nombre, fue el día en que no pudo más y se sentó en el último lugar que quedaba, en la parte trasera del camioncito escolar, y tuvo que soportar a diecisiete niños gritándole ¡Sé! , ¡Sé! , ¡Sé! y riéndose mientras él se ponía rojo y con las manos sudadas apretaba el asa de la lonchera con todas sus fuerzas, y cuando al fin llegó a su lugar musitó algo así como pinchs pendjs, palabras que había aprendido del conductor días atrás, y fue el día en que un niño lo acusó con el chofer, y el chofer lo acusó con la directora por ser un niño mal hablado, sin mencionar la burla de los compañeros porque eso hubiera implicado aceptar su falta de control sobre los alumnos. Fue el mismo día en que la maestra mandó llamar a la mamá, la que ofreció disculpas por tener un hijo tan grosero, en una conversación en la que no hablaron del coro burlón en la mañana ni del diario sufrimiento de Jo con su medio nombre y sus medias ganas, conversación en que la madre prometió mantener calmado al niño.

Así fue como Jo llegó a la conclusión de que no hacer y no decir causa menos problemas, y se la pasaba sentado hasta atrás en el salón y en el transporte escolar, donde leía una y otra vez la frase Un hombre es lo que le pasó a un niño, que estaba pegada tras el chofer del camioncito amarillo que trajo y llevó a Jo durante nueve largos años, camioncito al que en su letrero frontal le faltaban algunas letras y podía leerse sporte scol, detallitos, de todos modos cualquiera notaba que ése era un camión escolar.Ojalá este día fuera como esos días de escuela, porque tendría su lonchera en la mano y podría comer algo.


Nueve veintiocho. ¿Desayunar o ir al trabajo? Jo debate en su cerebro las dos opciones mientras mira la fila interminable de automóviles y camiones en la avenida; sus manos sudan el tubo donde se sostiene, mientras por la radio anuncian una marcha en la zona donde trabaja y el pesero está detenido, ahora frente a un local donde venden churros.Jo no llegará al trabajo, le descontarán el día y tendrá menos dinero para sus hijos, para que vayan a la escuela y después puedan trabajar y ganar dinero para mandar a los hijos a la escuela, hijos que a su vez estudiarán para conseguir un buen trabajo. Que le descuenten un día son detallitos, son como letras que faltan, da lo mismo, de todos modos se entiende, como daba lo mismo que en el camión se leyera sporte scol, como da lo mismo llamarse Jo, tener medio nombre o medias ganas y ser otro de los miles que hoy decidieron faltar al trabajo y están bien, al fin y al cabo.

jueves, 7 de octubre de 2010

Lectura 5

Parábola china

Hermann Hesse


Un anciano llamado Chunglang, que quiere decir «Maese La Roca», tenía una pequeña propiedad en la montaña. Sucedió cierto día que se le escapó uno de sus caballos y los vecinos se acercaron a manifestarle su condolencia.
Sin embargo el anciano replicó:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Y hete aquí que varios días después el caballo regresó, y traía consigo toda una manada de caballos cimarrones. De nuevo se presentaron los vecinos y lo felicitaron por su buena suerte.
Pero el viejo de la montaña les dijo:

-¡Quién sabe si eso ha sido un suceso afortunado!

Como tenían tantos caballos, el hijo del anciano se aficionó a montarlos, pero un día se cayó y se rompió una pierna. Otra vez los vecinos fueron a darle el pésame, y nuevamente les replicó el viejo:

-¡Quién sabe si eso ha sido una desgracia!

Al año siguiente se presentaron en la montaña los comisionados de «los Varas Largas». Reclutaban jóvenes fuertes para mensajeros del emperador y para llevar su litera. Al hijo del anciano, que todavía estaba impedido de la pierna, no se lo llevaron.

Chunglang sonreía.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Lectura 4


LA BREVEDAD



LA MOSCA QUE SOÑABA QUE ERA UN ÁGUILA.


Había una vez una Mosca que todas las noches soñaba que era un Águila y que se encontraba volando por los Alpes y por los Andes.


En los primeros momentos esto la volvía loca de felicidad; pero pasado un tiempo le causaba una sensación de angustia, pues hallaba las alas demasiado grandes, el cuerpo demasiado pesado, el pico demasiado duro y las garras demasiado fuertes; bueno, que todo ese gran aparato le impedia posarse a gusto sobre los ricos pasteles o sobre las inmundicias humanas, así como sufrir a conciencia dándose de topes contra los vidrios de su cuarto.


En realidad no quería andar en las grandes alturas, o en los espacios libres, ni mucho menos.
Pero cuando volvía en sí lamentaba con toda el alma no ser un Águila para remontar montañas, y se sentía tristísima de ser una Mosca, y por eso volaba tanto, y estaba tan inquieta y daba tantas vueltas, hasta que lamentablemnete, por la noche, volvía a poner las sienes en la almohada.



LA FE Y LAS MONTAÑAS.

Al principio la Fe movía montañas sólo cuando era absolutamente necesario, con lo que el paisaje permanecía igual a sí mismo durante milenios.

Pero cuando la Fe comenzó a propagarse y a la gente le pareció divertida la idea de mover montañas, éstas no hacían sino cambiar de sitio, y cada vez era más dificíl encontrarlas en el lugar en que uno las había dejado la noche anterior, cosa que por supuesto creaba más dificultades que las que resolvía.

La buena gente prefirió entonces abandonar la Fe y ahora las montañas se mantienen en su sitio.
Cuando en la carretera se produce un derrumbe bajo el cual se mueren varios pasajeros, es que alguien, muy lejano o inmediato, tuvo un ligerísimo atisbo de Fe.




EL RAYO QUE CAYÓ DOS VECES EN EL MISMO SITIO.

Hubo una vez un rayo que cayó dos veces en el mismo sitio; pero encontró que ya la primera había hecho suficiente daño, que ya no era necesario, y se deprimió mucho.




EL DINOSAURIO.
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí.








Textos tomados de "La Brevedad" de Augusto Monterroso.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Lectura 3


En memoria de Paulina
Adolfo Bioy Casares



Siempre quise a Paulina. En uno de mis primeros recuerdos, Paulina y yo estamos ocultos en una oscura glorieta de laureles, en un jardín con dos leones de piedra. Paulina me dijo: Me gusta el azul, me gustan las uvas, me gusta el hielo, me gustan las rosas, me gustan los caballos blancos. Yo comprendí que mi felicidad había empezado, porque en esas preferencias podía identificarme con Paulina. Nos parecimos tan milagrosamente que en un libro sobre la final reunión de las almas en el alma del mundo, mi amiga escribió en el margen: Las nuestras ya se reunieron. "Nuestras" en aquel tiempo, significaba la de ella y la mía.


Para explicarme ese parecido argumenté que yo era un apresurado y remoto borrador de Paulina. Recuerdo que anoté en mi cuaderno: Todo poema es un borrador de la Poesía y en cada cosa hay una prefiguración de Dios. Pensé también: En lo que me parezca a Paulina estoy a salvo. Veía (y aún hoy veo) la identificación con Paulina como la mejor posibilidad de mi ser, como el refugio en donde me libraría de mis defectos naturales, de la torpeza, de la negligencia, de la vanidad.

La vida fue una dulce costumbre que nos llevó a esperar, como algo natural y cierto, nuestro futuro matrimonio. Los padres de Paulina, insensibles al prestigio literario prematuramente alcanzado, y perdido, por mí, prometieron dar el consentimiento cuando me doctorara. Muchas veces nosotros imaginábamos un ordenado porvenir, con tiempo suficiente para trabajar, para viajar y para querernos. Lo imaginábamos con tanta vividez que nos persuadíamos de que ya vivíamos juntos.


Hablar de nuestro casamiento no nos inducía a tratarnos como novios. Toda la infancia la pasamos juntos y seguía habiendo entre nosotros una pudorosa amistad de niños. No me atrevía a encarnar el papel de enamorado y a decirle, en tono solemne: Te quiero. Sin embargo, cómo la quería, con qué amor atónito y escrupuloso yo miraba su resplandeciente perfección .

A Paulina le agradaba que yo recibiera amigos. Preparaba todo, atendía a los invitados, y, secretamente, jugaba a ser dueña de casa. Confieso que esas reuniones no me alegraban. La que ofrecimos para que Julio Montero conociera a escritores no fue una excepción.


La víspera, Montero me había visitado por primera vez. Esgrimía, en la ocasión, un copioso manuscrito y el despótico derecho que la obra inédita confiere sobre el tiempo del prójimo. Un rato después de la visita yo había olvidado esa cara hirsuta y casi negra. En lo que se refiere al cuento que me leyó -Montero me había encarecido que le dijera con toda sinceridad si el impacto de su amargura resultaba demasiado fuerte-, acaso fuera notable porque revelaba un vago propósito de imitar a escritores positivamente diversos. La idea central era que si una determinada melodía surge de una relación entre el violín y los movimientos del violinista, de una determinada relación entre movimiento y materia surgía el alma de cada persona. El héroe del cuento fabricaba una máquina para producir almas (una suerte de bastidor, con maderas y piolines). Después el héroe moría. Velaban y enterraban el cadáver; pero él estaba secretamente vivo en el bastidor. Hacia el último párrafo, el bastidor aparecía, junto a un estereoscopio y un trípode con una piedra de galena, en el cuarto donde había muerto una señorita. Cuando logré apartarlo de los problemas de su argumento, Montero manifestó una extraña ambición por conocer a escritores.-Vuelva mañana por la tarde -le dije-. Le presentaré a algunos. Se describió a sí mismo como un salvaje y aceptó la invitación. Quizá movido por el agrado de verlo partir, bajé con él hasta la puerta de calle. Cuando salimos del ascensor, Montero descubrió el jardín que hay en el patio. A veces, en la tenue luz de la tarde, viéndolo a través del portón de vidrio que lo separa del hall, ese diminuto jardín sugiere la misteriosa imagen de un bosque en el fondo de un lago. De noche, proyectores de luz lila y de luz anaranjada lo convierten en un horrible paraíso de caramelo. Montero lo vio de noche.-Le seré franco-me dijo, resignándose a quitar los ojos del jardín-. De cuanto he visto en la casa esto es lo más interesante.


Al otro día Paulina llegó temprano; a las cinco de la tarde ya tenía todo listo para el recibo. Le mostré una estatuita china, de piedra verde, que yo había comprado esa mañana en un anticuario. Era un caballo salvaje, con las manos en el aire y la crin levantada. El vendedor me aseguró que simbolizaba la pasión. Paulina puso el caballito en un estante de la biblioteca y exclamó: Es hermoso como la primera pasión de una vida. Cuando le dije que se lo regalaba, impulsivamente me echó los

brazos al cuello y me besó.


Tomamos el té en el antecomedor. Le conté que me habían ofrecido una beca para estudiar dos años en Londres. De pronto creímos en un inmediato casamiento, en el viaje, en nuestra vida en Inglaterra (nos parecía tan inmediata como el casamiento). Consideramos pormenores de economía doméstica; las privaciones, casi dulces, a que nos someteríamos; la distribución de horas de estudio, de paseo, de reposo y, tal vez, de trabajo; lo que haría Paulina mientras yo asistiera a los cursos; la ropa y los libros que llevaríamos. Después de un rato de proyectos, admitimos que yo tendría que renunciar a la beca.


Faltaba una semana para mis exámenes, pero ya era evidente que los padres de Paulina querían postergar nuestro casamiento.Empezaron a llegar los invitados. Yo no me sentía feliz. Cuando conversaba con una persona, sólo pensaba en pretextos para dejarla. Proponer un tema que interesara al interlocutor me parecía imposible. Si quería recordar algo, no tenía memoria o la tenía demasiado lejos. Ansioso, fútil, abatido, pasaba de un grupo a otro, deseando que la gente se fuera, que nos quedáramos solos, que llegara el momento, ay, tan breve, de acompañar a Paulina hasta su casa.


Cerca de la ventana, mi novia hablaba con Montero. Cuando la miré, levantó los ojos e inclinó hacia mí su cara perfecta. Sentí que en la ternura de Paulina había un refugio inviolable, en donde estábamos solos. ¡Cómo anhelé decirle que la quería! Tomé la firme resolución de abandonar esa misma noche mi pueril y absurda vergüenza de hablarle de amor. Si ahora pudiera (suspiré) comunicarle mi pensamiento. En su mirada palpitó una generosa, alegre y sorprendida gratitud.


Paulina me preguntó en qué poema un hombre se aleja tanto de una mujer que no la saluda cuando la encuentra en el cielo. Yo sabía que el poema era de Browning y vagamente recordaba los versos. Pasé el resto de la tarde buscándolos en la edición de Oxford. Si no me dejaban con Paulina, buscar algo para ella era preferible a conversar con otras personas, pero estaba singularmente ofuscado y me pregunté si la imposibilidad de encontrar el poema no entrañaba un presagio.


Miré hacia la ventana. Luis Alberto Morgan, el pianista, debió de notar mi ansiedad, porque me dijo:-Paulina está mostrando la casa a Montero. Me encogí de hombros, oculté apenas el fastidio y simulé interesarme, de nuevo, en el libro de Browning. Oblicuamente vi a Morgan entrando en mi cuarto. Pensé: Va a llamarla. En seguida reapareció con Paulina y con Montero. Por fin alguien se fue; después, con despreocupación y lentitud partieron otros. Llegó un momento en que sólo quedamos Paulina, yo y Montero. Entonces, como lo temí, exclamó Paulina:-Es muy tarde. Me voy. Montero intervino rápidamente:-Si me permite, la acompañaré hasta su casa.-Yo también te acompañaré -respondí. Le hablé a Paulina, pero miré a Montero. Pretendí que los ojos le comunicaran mi desprecio y mi odio. Al llegar abajo, advertí que Paulina no tenía el caballito chino. Le dije:-Has olvidado mi regalo. Subí al departamento y volví con la estatuita. Los encontré apoyados en el portón de vidrio, mirando el jardín. Tomé del brazo a Paulina y no permití que Montero se le acercara por el otro lado. En la conversación prescindí ostensiblemente de Montero. No se ofendió. Cuando nos despedimos de Paulina, insistió en acompañarme hasta casa. En el trayecto habló de literatura, probablemente con sinceridad y con fervor. Me dije: Él es el literato; yo soy un hombre cansado, frívolamente preocupado con una mujer. Consideré la incongruencia que había entre su vigor físico y su debilidad literaria. Pensé: una caparazón lo protege; no le llega lo que siente el interlocutor. Miré con odio sus ojos despiertos, su bigote hirsuto, su pescuezo fornido.


Aquella semana casi no vi a Paulina. Estudié mucho. Después del último examen, la llamé por teléfono. Me felicitó con una insistencia que no parecía natural y dijo que al fin de la tarde iría a casa. Dormí la siesta, me bañé lentamente y esperé a Paulina hojeando un libro sobre los Faustos de Müller y de Lessing. Al verla, exclamé:-Estás cambiada.-Si -respondió-. ¡Cómo nos conocemos! No necesito hablar para que sepas lo que siento. Nos miramos en los ojos, en un éxtasis de beatitud.-Gracias -contesté. Nada me conmovía tanto como la admisión, por parte de Paulina, de la entrañable conformidad de nuestras almas. Confiadamente me abandoné a ese halago. No sé cuándo me pregunté (incrédulamente) si las palabras de Paulina ocultarían otro sentido. Antes de que yo considerara esta posibilidad, Paulina emprendió una confusa explicación. Oí de pronto:-Esa primera tarde ya estábamos perdidamente enamorados. Me pregunté quiénes estaban enamorados. Paulina continuó.-Es muy celoso. No se opone a nuestra amistad, pero le juré que, por un tiempo, no te vería.Yo esperaba, aún, la imposible aclaración que me tranquilizara. No sabía si Paulina hablaba en broma o en serio. No sabía qué expresión había en mi rostro. No sabía lo desgarradora que era mi congoja. Paulina agregó:-Me voy. Julio está esperándome. No subió para no molestarnos.-¿Quién? -pregunté. En seguida temí -como si nada hubiera ocurrido- que Paulina descubriera que yo era un impostor y que nuestras almas no estaban tan juntas. Paulina contestó con naturalidad:-Julio Montero. La respuesta no podía sorprenderme; sin embargo, en aquella tarde horrible, nada me conmovió tanto como esas dos palabras. Por primera vez me sentí lejos de Paulina. Casi con desprecio le pregunté:-¿Van a casarse? No recuerdo qué me contestó. Creo que me invitó a su casamiento. Después me encontré solo. Todo era absurdo. No había una persona más incompatible con Paulina (y conmigo) que Montero. ¿O me equivocaba? Si Paulina quería a ese hombre, tal vez nunca se había parecido a mí. Una abjuración no me bastó; descubrí que muchas veces yo había entrevisto la espantosa verdad. Estaba muy triste, pero no creo que sintiera celos. Me acosté en la cama, boca abajo. Al estirar una mano, encontré el libro que había leído un rato antes. Lo arrojé lejos de mí, con asco. Salí a caminar. En una esquina miré una calesita. Me parecía imposible seguir viviendo esa tarde.


Durante años la recordé y como prefería los dolorosos momentos de la ruptura (porque los había pasado con Paulina) a la ulterior soledad, los recorría y los examinaba minuciosamente y volvía a vivirlos. En esta angustiada cavilación creía descubrir nuevas interpretaciones para los hechos. Así, por ejemplo, en la voz de Paulina declarándome el nombre de su amado, sorprendí una ternura que, al principio, me emocionó. Pensé que la muchacha me tenía lástima y me conmovió su bondad como antes me conmovía su amor. Luego, recapacitando, deduje que esa ternura no era para mí sino para el nombre pronunciado. Acepté la beca, y, silenciosamente, me ocupé en los preparativos del viaje. Sin embargo, la noticia trascendió.


En la última tarde me visitó Paulina. Me sentía alejado de ella, pero cuando la vi me enamoré de nuevo. Sin que Paulina lo dijera, comprendí que su aparición era furtiva. La tomé de las manos, trémulo de agradecimiento. Paulina exclamó:-Siempre te querré. De algún modo, siempre te querré más que a nadie. Tal vez creyó que había cometido una traición. Sabía que yo no dudaba de su lealtad hacia Montero, pero como disgustada por haber pronunciado palabras que entrañaran -si no para mí, para un testigo imaginario- una intención desleal, agregó rápidamente:-Es claro, lo que siento por ti no cuenta. Estoy enamorada de Julio. Todo lo demás, dijo, no tenía importancia. El pasado era una región desierta en que ella había esperado a Montero. De nuestro amor, o amistad, no se acordó. Después hablamos poco. Yo estaba muy resentido y fingí tener prisa. La acompañé en el ascensor. Al abrir la puerta retumbó, inmediata, la lluvia.-Buscaré un taxímetro -dije. Con una súbita emoción en la voz, Paulina me gritó:-Adiós, querido. Cruzó, corriendo, la calle y desapareció a lo lejos.
Me volví, tristemente. Al levantar los ojos vi a un hombre agazapado en el jardín. El hombre se incorporó y apoyó las manos y la cara contra el portón de vidrio. Era Montero. Rayos de luz lila y de luz anaranjada se cruzaban sobre un fondo verde, con boscajes oscuros. La cara de Montero, apretada contra el vidrio mojado, parecía blanquecina y deforme. Pensé en acuarios, en peces en acuarios. Luego, con frívola amargura, me dije que la cara de Montero sugería otros monstruos: los peces deformados por la presión del agua, que habitan el fondo del mar.



Al otro día, a la mañana, me embarqué. Durante el viaje, casi no salí del camarote. Escribí y estudié mucho. Quería olvidar a Paulina. En mis dos años de Inglaterra evité cuanto pudiera recordármela: desde los encuentros con argentinos hasta los pocos telegramas de Buenos Aires que publicaban los diarios. Es verdad que se me aparecía en el sueño, con una vividez tan persuasiva y tan real, que me pregunté si mi alma no contrarrestaba de noche las privaciones que yo le imponía en la vigilia. Eludí obstinadamente su recuerdo. Hacia el fin del primer año, logré excluirla de mis noches, y, casi, olvidarla.


La tarde que llegué de Europa volví a pensar en Paulina. Con aprehensión me dije que tal vez en casa los recuerdos fueran demasiado vivos. Cuando entré en mi cuarto sentí alguna emoción y me detuve respetuosamente, conmemorando el pasado y los extremos de alegría y de congoja que yo había conocido. Entonces tuve una revelación vergonzosa. No me conmovían secretos monumentos de nuestro amor, repentinamente manifestados en lo más íntimo de la memoria; me conmovía la enfática luz que entraba por la ventana, la luz de Buenos Aires. A eso de las cuatro fui hasta la esquina y compré un kilo de café. En la panadería, el patrón me reconoció, me saludó con estruendosa cordialidad y me informó que desde hacia mucho tiempo -seis meses por lo menos- yo no lo honraba con mis compras. Después de estas amabilidades le pedí, tímido y resignado, medio kilo de pan. Me preguntó, como siempre:-¿Tostado o blanco? Le contesté, como siempre:-Blanco. Volví a casa.


Era un día claro como un cristal y muy frío. Mientras preparaba el café pensé en

Paulina. Hacia el fin de la tarde solíamos tomar una taza de café negro. Como en un sueño pasé de una afable y ecuánime indiferencia a la emoción, a la locura, que me produjo la aparición de Paulina. Al verla caí de rodillas, hundí la cara entre sus manos y lloré por primera vez todo el dolor de haberla perdido. Su llegada ocurrió así: tres golpes resonaron en la puerta; me pregunté quién sería el intruso; pensé que por su culpa se enfriaría el café; abrí, distraídamente. Luego -ignoro si el tiempo transcurrido fue muy largo o muy breve- Paulina me ordenó que la siguiera. Comprendí que ella estaba corrigiendo, con la persuasión de los hechos, los antiguos errores de nuestra conducta. Me parece (pero además de recaer en los mismos errores, soy infiel a esa tarde) que los corrigió con excesiva determinación. Cuando me pidió que la tomara de la mano ("¡La mano!", me dijo. "¡Ahora!") me abandoné a la dicha. Nos miramos en los ojos y, como dos ríos confluentes, nuestras almas también se unieron. Afuera, sobre el techo, contra las paredes, llovía. Interpreté esa lluvia -que era el mundo entero surgiendo, nuevamente- como una pánica expansión de nuestro amor. La emoción no me impidió, sin embargo, descubrir que Montero había contaminado la conversación de Paulina. Por momentos, cuando ella hablaba, yo tenía la ingrata impresión de oír a mi rival. Reconocí la característica pesadez de las frases; reconocí las ingenuas y trabajosas tentativas de encontrar el término exacto; reconocí, todavía apuntando vergonzosamente, la inconfundible vulgaridad. Con un esfuerzo pude sobreponerme. Miré el rostro, la sonrisa, los ojos. Ahí estaba Paulina, intrínseca y perfecta. Ahí no me la habían cambiado. Entonces, mientras la contemplaba en la mercurial penumbra del espejo, rodeada por el marco de guirnaldas, de coronas y de ángeles negros, me pareció distinta. Fue como si descubriera otra versión de Paulina; como si la viera de un modo nuevo. Di gracias por la separación, que me había interrumpido el hábito de verla, pero que me la devolvía más hermosa. Paulina dijo:-Me voy. Julio me espera. Advertí en su voz una extraña mezcla de menosprecio y de angustia, que me desconcertó. Pensé melancólicamente: Paulina, en otros tiempos, no hubiera traicionado a nadie. Cuando levanté la mirada, se había ido. Tras un momento de vacilación la llamé. Volví a llamarla, bajé a la entrada, corrí por la calle. No la encontré. De vuelta, sentí frío. Me dije: "Ha refrescado. Fue un simple chaparrón". La calle estaba seca.


Cuando llegué a casa vi que eran las nueve. No tenía ganas de salir a comer; la posibilidad de encontrarme con algún conocido, me acobardaba. Preparé un poco de café. Tomé dos o tres tazas y mordí la punta de un pan. No sabía siquiera cuándo volveríamos a vernos.

Quería hablar con Paulina. Quería pedirle que me aclarara unas dudas (unas dudas que me atormentaban y que ella aclararía sin dificultad). De pronto, mi ingratitud me asustó. El destino me deparaba toda la dicha y yo no estaba contento. Esa tarde era la culminación de nuestras vidas. Paulina lo había comprendido así. Yo mismo lo había comprendido. Por eso casi no hablamos. (Hablar, hacer preguntas hubiera sido, en cierto modo, diferenciarnos.) Me parecía imposible tener que esperar hasta el día siguiente para ver a Paulina. Con premioso alivio determiné que iría esa misma noche a casa de Montero. Desistí muy pronto; sin hablar antes con Paulina, no podía visitarlos. Resolví buscar a un amigo -Luis Alberto Morgan me pareció el más indicado- y pedirle que me contara cuanto supiera de la vida de Paulina durante mi ausencia. Luego pensé que lo mejor era acostarme y dormir. Descansado, vería todo con más comprensión. Por otra parte, no estaba dispuesto a que me hablaran frívolamente de Paulina. Al entrar en la cama tuve la impresión de entrar en un cepo (recordé, tal vez, noches de insomnio, en que uno se queda en la cama para no reconocer que está desvelado). Apagué la luz. No cavilaría más sobre la conducta de Paulina. Sabía demasiado poco para comprender la situación.


Ya que no podía hacer un vacío en la mente y dejar de pensar, me refugiaría en el recuerdo de esa tarde. Seguiría queriendo el rostro de Paulina aun si encontraba en sus actos algo extraño y hostil que me alejaba de ella. El rostro era el de siempre, el puro y maravilloso que me había querido antes de la abominable aparición de Montero. Me dije: Hay una fidelidad en las caras, que las almas quizá no comparten.¿O todo era un engaño? ¿Yo estaba enamorado de una ciega proyección de mis preferencias y repulsiones? ¿Nunca había conocido a Paulina?Elegí una imagen de esa tarde -Paulina ante la oscura y tersa profundidad del espejo- y procuré evocarla.


Cuando la entreví, tuve una revelación instantánea: dudaba porque me olvidaba de Paulina. Quise consagrarme a la contemplación de su imagen. La fantasía y la memoria son facultades caprichosas: evocaba el pelo despeinado, un pliegue del vestido, la vaga penumbra circundante, pero mi amada se desvanecía. Muchas imágenes, animadas de inevitable energía, pasaban ante mis ojos cerrados. De pronto hice un descubrimiento. Como en el borde oscuro de un abismo, en un ángulo del espejo, a la derecha de Paulina, apareció el caballito de piedra verde. La visión, cuando se produjo, no me extrañó; sólo después de unos minutos recordé que la estatuita no estaba en casa. Yo se la había regalado a Paulina hacía dos años. Me dije que se trataba de una superposición de recuerdos anacrónicos (el más antiguo, del caballito; el más reciente, de Paulina). La cuestión quedaba dilucidada, yo estaba tranquilo y debía dormirme. Formulé entonces una reflexión vergonzosa y, a la luz de lo que averiguaría después, patética. "Si no me duermo pronto", pensé, "mañana estaré demacrado y no le gustaré a Paulina". Al rato advertí que mi recuerdo de la estatuita en el espejo del dormitorio no era justificable. Nunca la puse en el dormitorio. En casa, la vi únicamente en el otro cuarto (en el estante o en manos de Paulina o en las mías). Aterrado, quise mirar de nuevo esos recuerdos. El espejo reapareció, rodeado de ángeles y de guirnaldas de madera, con Paulina en el centro y el caballito a la derecha. Yo no estaba seguro de que reflejara la habitación. Tal vez la reflejaba, pero de un modo vago y sumario. En cambio el caballito se encabritaba nítidamente en el estante de la biblioteca. La biblioteca abarcaba todo el fondo y en la oscuridad lateral rondaba un nuevo personaje, que no reconocí en el primer momento. Luego, con escaso interés, noté que ese personaje era yo. Vi el rostro de Paulina, lo vi entero (no por partes), como proyectado hasta mí por la extrema intensidad de su hermosura y de su tristeza. Desperté llorando. No sé desde cuándo dormía. Sé que el sueño no fue inventivo. Continuó, insensiblemente, mis imaginaciones y reprodujo con fidelidad las escenas de la tarde. Miré el reloj. Eran las cinco. Me levantaría temprano y, aun a riesgo de enojar a Paulina, iría a su casa. Esta resolución no mitigó mi angustia. Me levanté a las siete y media, tomé un largo baño y me vestí despacio. Ignoraba dónde vivía Paulina. El portero me prestó la guía de teléfonos y la Guía Verde. Ninguna registraba la dirección de Montero. Busqué el nombre de Paulina; tampoco figuraba. Comprobé, asimismo, que en la antigua casa de Montero vivía otra persona. Pensé preguntar la dirección a los padres de Paulina. No los veía desde hacía mucho tiempo (cuando me enteré del amor de Paulina por Montero, interrumpí el trato con ellos). Ahora, para disculparme, tendría que historiar mis penas. Me faltó el ánimo. Decidí hablar con Luis Alberto Morgan. Antes de las once no podía presentarme en su casa.

Vagué por las calles, sin ver nada, o atendiendo con momentánea aplicación a la forma de una moldura en una pared o al sentido de una palabra oída al azar.


Recuerdo que en la plaza Independencia una mujer, con los zapatos en una mano y un libro en la otra, se paseaba descalza por el pasto húmedo. Morgan me recibió en la cama, abocado a un enorme tazón, que sostenía con ambas manos. Entreví un líquido blancuzco y, flotando, algún pedazo de pan.-¿Dónde vive Montero? -le pregunté. Ya había tomado toda la leche. Ahora sacaba del fondo de la taza los pedazos de pan.-Montero está preso -contestó. No pude ocultar mi asombro. Morgan continuó:-¿Cómo? ¿Lo ignoras? Imaginó, sin duda, que yo ignoraba solamente ese detalle, pero, por gusto de hablar, refirió todo lo ocurrido. Creí perder el conocimiento: caer en un repentino precipicio; ahí también llegaba la voz ceremoniosa, implacable y nítida, que relataba hechos incomprensibles con la monstruosa y persuasiva convicción de que eran familiares. Morgan me comunicó lo siguiente: Sospechando que Paulina me visitaría, Montero se ocultó en el jardín de casa. La vio salir, la siguió; la interpeló en la calle. Cuando se juntaron curiosos, la subió a un automóvil de alquiler. Anduvieron toda la noche por la Costanera y por los lagos y, a la madrugada, en un hotel del Tigre, la mató de un balazo. Esto no había ocurrido la noche anterior a esa mañana; había ocurrido la noche anterior a mi viaje a Europa; había ocurrido hacía dos años.


En los momentos más terribles de la vida solemos caer en una suerte de irresponsabilidad protectora y en vez de pensar en lo que nos ocurre dirigimos la atención a trivialidades. En ese momento yo le pregunté a Morgan:-¿Te acuerdas de la última reunión, en casa, antes de mi viaje? Morgan se acordaba. Continué:-Cuando notaste que yo estaba preocupado y fuiste a mi dormitorio a buscar a Paulina, ¿qué hacía Montero? -Nada -contestó Morgan, con cierta vivacidad-. Nada. Sin embargo, ahora lo recuerdo: se miraba en el espejo. Volvía a casa. Me crucé, en la entrada, con el portero. Afectando indiferencia, le pregunté:-¿Sabe que murió la señorita Paulina?-¿Cómo no voy a saberlo? -respondió-. Todos los diarios hablaron del asesinato y yo acabé declarando en la policía.El hombre me miró inquisitivamente.-¿Le ocurre algo? -dijo, acercándose mucho-. ¿Quiere que lo acompañe? Le di las gracias y me escapé hacia arriba. Tengo un vago recuerdo de haber forcejeado con una llave; de haber recogido unas cartas, del otro lado de la puerta; de estar con los ojos cerrados, tendido boca abajo, en la cama.
Después me encontré frente al espejo, pensando: "Lo cierto es que Paulina me visitó anoche. Murió sabiendo que el matrimonio con Montero había sido un equivocación -una equivocación atroz- y que nosotros éramos la verdad. Volvió desde la muerte, para completar su destino, nuestro destino". Recordé una frase que Paulina escribió, hace años, en un libro: Nuestras almas ya se reunieron. Seguí pensando: "Anoche, por fin. En el momento en que la tomé de la mano". Luego me dije: "Soy indigno de ella: he dudado, he sentido celos. Para quererme vino desde la muerte".

Paulina me había perdonado. Nunca nos habíamos querido tanto. Nunca estuvimos tan cerca.Yo me debatía en esta embriaguez de amor, victoriosa y triste, cuando me pregunté -mejor dicho, cuando mi cerebro, llevado por el simple hábito de proponer alternativas, se preguntó- si no habría otra explicación para la visita de anoche. Entonces, como una fulminación, me alcanzó la verdad.
Quisiera descubrir ahora que me equivoco de nuevo. Por desgracia, como siempre ocurre cuando surge la verdad, mi horrible explicación aclara los hechos que parecían misteriosos. Éstos, por su parte, la confirman.Nuestro pobre amor no arrancó de la tumba a Paulina. No hubo fantasma de Paulina. Yo abracé un monstruoso fantasma de los celos de mi rival.

La clave de lo ocurrido está oculta en la visita que me hizo Paulina en la víspera de mi viaje. Montero la siguió y la esperó en el jardín. La riñó toda la noche y, porque no creyó en sus explicaciones -¿cómo ese hombre entendería la pureza de Paulina?- la mató a la madrugada. Lo imaginé en su cárcel, cavilando sobre esa visita, representándosela con la cruel obstinación de los celos.
La imagen que entró en casa, lo que después ocurrió allí, fue una proyección de la horrenda fantasía de Montero. No lo descubrí entonces, porque estaba tan conmovido y tan feliz, que sólo tenía voluntad para obedecer a Paulina. Sin embargo, los indicios no faltaron. Por ejemplo, la lluvia. Durante la visita de la verdadera Paulina -en la víspera de mi viaje- no oí la lluvia. Montero, que estaba en el jardín, la sintió directamente sobre su cuerpo. Al imaginarnos, creyó que la habíamos oído. Por eso anoche oí llover. Después me encontré con que la calle estaba seca. Otro indicio es la estatuita. Un solo día la tuve en casa: el día del recibo. Para Montero quedó como un símbolo del lugar. Por eso apareció anoche.
No me reconocí en el espejo, porque Montero no me imaginó claramente. Tampoco imaginó con precisión el dormitorio. Ni siquiera conoció a Paulina. La imagen proyectada por Montero se condujo de un modo que no es propio de Paulina. Además, hablaba como él. Urdir esta fantasía es el tormento de Montero. El mío es más real. Es la convicción de que Paulina no volvió porque estuviera desengañada de su amor. Es la convicción de que nunca fui su amor. Es la convicción de que Montero no ignoraba aspectos de su vida que sólo he conocido indirectamente. Es la convicción de que al tomarla de la mano -en el supuesto momento de la reunión de nuestras almas- obedecí a un ruego de Paulina que ella nunca me dirigió y que mi rival oyó muchas veces.

domingo, 29 de agosto de 2010

Lectura 2


TE ESTOY VIENDO

(Anika)

Un día me dijo que era vidente, y no es que no le creyera, pero me muestro generalmente bastante incrédula respecto a estos temas. Lo que no veo, no existe para mí. No digo que debiera haberle creído sólo porque le estimaba ya que en mi opinión la amistad y la confianza son muy importantes, pero simplemente hice un esfuerzo y le dí el beneficio de la duda. ¿Y si era yo la que estaba equivocada?.

No volvimos a hablar del tema hasta que un día volvió a aparecer en el chat donde estábamos hablando y me envió un privado. Era una de esas ventanitas que sólo podíamos ver ella y yo. Absolutamente privado.

ELLA> Hola, ¿seguimos el tema?

YO> ¡Vale! Pero no creo que puedas convencerme, ya sabes... me cuesta creer estas cosas.

ELLA> No pretendo convencerte de nada, pero nací con ciertos dones y tampoco tengo intención de ocultarlos al mundo.

YO> Eso debe estar bien.

En realidad no sabía qué decirle. ¿Estaba bien? En fin... poco podía decir yo al respecto.

ELLA> Está bien, pero no siempre. Cuando tengo una visión acabo agotada.

YO> ¿Te supone un esfuerzo?

ELLA> Sí, bastante esfuerzo.

YO> ¿Y por qué lo haces?

ELLA> No es algo que se elija, se nace con ello.

Hubo un silencio en el que ninguna de las dos parecía saber qué decir. Miré el canal donde nos habíamos conocido siete meses atrás. Estaban hablando de las próximas vacaciones de verano.

ELLA> ¿Sigues ahí?

YO> Sí, ¿no puedes verlo? .-Bromeé.

Entonces dijo algo que me asustó.

ELLA> Sí, puedo verte.

Tragué saliva y pensé, vaya, me está tomando el pelo y yo caigo como una tonta. Sentí un escalofrío pero decidí presionarla.

YO> ¿Ah, sí? Pues dime... ¿con quién estoy?

ELLA> Sola

Bueno, eso podía haberlo comentado antes en el chat y que ella lo hubiese leído. Decidí seguir con aquello como si se tratara de un juego.

YO> Dime algo que me sorprenda. Algo que veas en mi habitación.

ELLA> Veo que tienes algunas de las teclas de tu ordenador borradas. Tecleas rápido.

YO> Ya, pero eso puede pasarle a cualquiera. Las letras de los teclados se borran.

ELLA> Tú tienes borrada la A, la S, la L y la M.

Miré mi teclado más curiosa que horrorizada, pero de la curiosidad a la ansiedad hubo tan sólo un instante. Ya no me hacía tanta gracia el juego. Mi condición de incrédula, no obstante, me hizo ir más allá.

YO> Amiga... estoy segura de que casi todos tenemos las mismas letras borradas. Dime algo que sorprenda de verdad.

ELLA> ¿Por qué quieres seguir con esto si no me crees?

Buena pregunta, pensé.

YO> Igual para conocerte un poquito más, o para experimentar algo que no haya experimentado antes.

En ese momento supe que ella sonreía desde su lado del monitor. Internet es un sitio curioso. Estás en tu casa, en camiseta de tirantes y pantalón corto, descalza y con el ventilador puesto cuando al otro lado de la pantalla alguien te habla abrigado hasta el cuello, con un par de calcetines y la estufa puesta porque tú estás disfrutando del inminente verano y ellos aún están pasando el clima del invierno.

Mi amiga se había mostrado siempre amable, abierta, simpática y con un buen sentido del humor. Se podía decir que coincidíamos en todo menos en este tema. No nos gustaba el fútbol, adorábamos las comedias, nos encantaba Oscar Wilde, ambas habíamos visitado Orlando, a las dos se nos había muerto el padre... ¡eran tantas cosas las que nos acercaron y nos hicieron grandes amigas!.

ELLA> ¿Cómo llevas el libro? –Preguntó de pronto.

YO> ¿Qué libro?

ELLA> El que tienes encima de la mesa... déjame ver... La fuerza bruta, de John Steinbeck.

Miré a mi derecha con los ojos como platos. ¿Se lo había dicho? ¿Le había dicho que lo había empezado o que iba a leerlo? ¿Le había dicho que solía poner los libros en mi mesa porque me encantaba mirar una y mil veces las portadas de los libros que me estaba leyendo? Evidentemente, la respuesta debía ser sí.

YO> Acabo de empezarlo.

Lo escribí sin dejar notar nada sobre mi –todavía- sorpresa.

ELLA> Yo no lo he leído.

YO> Ya te diré qué me parece.

En el chat general el tema de conversación giraba en torno a las lanchas motoras. No me pareció más interesante que mi conversación en privado y me puse a pensar qué podía preguntarle para descubrirla o rendirme a sus pies definitivamente. Pero habló ella.

ELLA> Alguien va a llamar a la puerta.

YO> Ah, pues ve, te espero.

ELLA> No. Es en tu casa.

Sonreí incrédula. Iba a poner una risa (jajajaja) cuando sonó el timbre. Miré hacia la puerta de la habitación. Mis ojos volvieron a la frase premonitoria de mi amiga.

YO> Ahora vengo.

ELLA> Ok.

Llegué hasta la puerta y miré por la mirilla. Un vendedor de alfombras. - No me interesa. –Dije para no tener que abrir. El chico dijo algo que sonó despectivo y se marchó a otro piso. Volví al chat.

YO> ¿Cómo lo sabías? Era un vendedor de alfombras.

ELLA> Te he dicho que puedo verte.

Sopesé la posibilidad de que tuviera razón pero mi sensatez lo negaba una y otra vez. No había nacido yo para creérmelo todo, y menos aún aquello que escapaba a la lógica. Mi amiga no sólo estaba en su casa, sino que estaba en otro país y teníamos distinta franja horaria.

ELLA> ¿Sabes? Algo me dice que debo seguir mirándote. No te asustes pero...

YO> pero???????

ELLA> Es que no sabría explicártelo. Generalmente tengo visiones premonitorias, otras veces, como hoy, puedo provocar el verte. Aparecen imágenes frente a mí y te veo, veo tu habitación, pero esto supone un gran esfuerzo. Me duele la cabeza.

YO> Ya, pero... ¿y el “pero” que decías?

ELLA> Es que no quiero asustarte pero presiento algo raro.

YO> Ahora sí que me estás asustando.

¡Pero qué poca firmeza tenía, por Dios! ¡Ahora estaba asustándome de verdad! Yo, la incrédula, la que si no ve, no cree. Me sentía agitada. Quizás se debía a que eran pasadas las diez de la noche ya, estaba sola en casa y la última persona que había visto había sido un desconocido poco amable desde una mirilla. Al menos aún podía escuchar el volumen alto de un televisor. Era mi vecina, una viejecita que estaba algo sorda.

YO> No sé pero... quizás deberíamos cambiar de tema.

YO> No es que me hayas convencido pero...

ELLA> :) No te preocupes, te entiendo. ¿Tengo tu permiso para seguir observando?

YO> Claro, pero que conste que no tengo tan claro que puedes verme. Mi sesera me impide creerte. :)

Miré de nuevo el chat para ver si surgía algún tema en el que pudiera involucrarme pero estaba parado. Había unos siete miembros en el chat y ninguno de ellos hablaba. Todos estaban en privados. Miré la ventanita del privado de mi amiga.
Iba a escribir algo cuando ví que ella se me había adelantado.

ELLA> Cielo, ahora no te asustes pero, no estás sola.

Sentí un escalofrío en mis piernas y mis brazos. Tanto se erizó el vello que me dolió. ¿Cómo se podía calificar a una de “cielo” para luego decirle que no estabas sola en la habitación?.

YO> ¿Qué quieres decir? Me estás poniendo nerviosa.

ELLA> No puedo identificarle pero está detrás de ti

YO> Por favor para

ELLA> No se mueve casi, no te asustes, déjame observarle.

YO> Estoy asustada

Ahora sí que lo estaba. Miraba la ventana. Oscuridad total. No me atrevía a girarme hacia atrás. ¿Y si veía algo que no quería ver? ¿Y si allí estaba mi amiga? ¡u otra persona! Eso aún era peor... comencé a notar un nudo en la garganta. Hubiera querido ser más valiente o más cobarde y llorar, pero estaba estancada en mi propia lucha para creer o no creer.

ELLA> ¿Notas frío a tu alrededor?

Su pregunta me llegó casi cuando estaba a punto de apagar el ordenador y encender la luz del techo para meterme rápidamente en la cama y olvidarme del tema.

YO> Estamos a más de 30 grados.- Le informé.

ELLA> Ok. Es que no consigo entrar en él.

YO> ¿¿¿EL??? ¿entrar??

ELLA> Se muestra como una estatua por eso no me deja descubrirle. No sé si es bueno o tiene malas intenciones. Sólo sé que está ahí, estático.

YO> Yo no veo a nadie... esto no me gusta.

ELLA> Ya te dije que no te asustaras, cielo. Además, yo estoy contigo.

YO> Sí, a miles de kilómetros de distancia.

Entonces lo noté. Una especie de roce helado, como si hubieran puesto una mano sobre mi brazo. En la zona donde la sentí el pelo de mi brazo se erizó. Completamente en alto. El resto de mi cuerpo no notó nada.

YO> ¡Está pasando algo!

ELLA> ¿Qué??

YO> He sentido un frío helado en mi brazo.

ELLA> Tranquilízate.

YO> Se me ha erizado el pelo, tengo una extraña sensación.
Comenzaba a ser pánico.

ELLA> Cielo, tranquila, hazme caso.

YO> Esto es muy raro

YO> Estoy asustada

YO> Necesito tranquilizarme, estoy.... joder!

YO> joder joder joder joder joder

ELLA> ¿Quieres dejar de escribir?

YO> joder joder joder joder joder

ELLA> Te va a dar una taquicardia, tranquilízate.

Y entonces noté un soplo frío en un mi cuello, como si me hubieran tirado el aliento.

YO> ¿Qué significa el frío del que me hablabas?

ELLA> El frío lo transmiten los muertos cuando se acercan, generalmente algo enfadados o...

YO> ¿OOOOOO??????????

ELLA> violentos

YO> ¿VIOLENTOS?????

YO> Joder ayúdame, qué hagooooooooo?????

ELLA> Tranquilízate, yo no lo he visto moverse.

YO> ¡Haz algo!

ELLA> Cielo ¿quieres tranquilizarte?

YO> ¡Hay alguien conmigo joder! Tengo un muerto tirándome su aliento en mi espalda, estoy acojonada estoy asustada estoy llorando

ELLA> Cielo.... ¿te importaría escucharme? Deja de escribir y lee esto

Hice un esfuerzo. Para mí escribir suponía no mirar atrás y leer palabras, ya fueran suyas o mías, sentirme menos sola en mi habitación.

ELLA> No hay nadie, cariño.

YO> Lo dices para tranquilizarme.

ELLA> NO HAY NADIE

YO> Está aquí, lo siento, lo presiento lo notooooooo

ELLA> Ok. Escúchame. Era broma.

YO> ¿Broma????

ELLA> Quería demostrarte que no existen los incrédulos, cálmate por favor. Yo no veo nada, es cierto que a veces tengo visiones premonitorias, como cuando han llamado a la puerta, pero no puedo obligarme a ver a nadie.

YO> pero yo siento algo Esto último lo escribí con lágrimas en los ojos y más asustada que nunca.

Sus palabras no me tranquilizaban. Las lágrimas a veces me impedían leer bien pero me las quitaba restregándome en segundos los ojos o apretando los párpardos para que salieran disparadas y dejaran de molestarme.

ELLA> Voy a llamarte por teléfono.

Pocos segundos después sonaba el timbre del teléfono. ¿Había hecho ella misma una conferencia para convencerme de que no existían las videntes ahora que ya me lo había creído?. Fui a descolgar pero ocurrió algo que congeló mi mano en el aire.

ELLA> Cielo, no puedo llamarte sin desconectar esto. Sólo tengo una línea. ¿Puedo llamarte o prefieres que sigamos aquí?

Cuando ya tenía puesta la mano en el auricular ví su privado. ¿Cómo podía escribirme y llamarme a la vez? Miré el identificador de llamadas antes de descolgar. No había número, era anónimo. No era ella. Eso lo tenía claro después de haber visto el privado.
Respiré hondo y dudé entre contestar al privado o descolgar el teléfono. Me decidí por la llamada. - Dígame. - Tu amiga va a a morir mientras tú escuchas este mensaje.

Jamás había sentido tanto miedo y jamás en mi vida mi corazón había dado un vuelco tan grande ni mis piernas –aún sentada- me habían fallado con tal rapidez. Me hice de mantequilla. Comenzó a darme vueltas la habitación y luché por recuperar el aliento.

De pronto la línea se cortó y comenzó el molesto pitido de “comunicando”. Solté el auricular como si me quemara en las manos. Volví rápidamente al chat, al privado. Tecleé tan rápido que lo escribí todo mal.

YO> ?ESta`s ahí´? YO> respondeeee!!!! YO> responde por favvor!!!! YO> ¿no me lees¿¿¿

YO> DI ALGOOOOOOOO

Histérica, cogí mi agenda y marqué su número de teléfono. Yo sí tenía dos líneas y podía permitirme permanecer en internet mientras le llamaba. Conseguí comunicación con el extranjero y esperé... esperé nerviosa, mordiéndome el labio, más agitada que entera, más asustada que nunca... prácticamente bailaba en mi asiento.
Pero no contestaba.

Colgué furiosa pegándole tal golpe al auricular que pensé que me habría cargado el teléfono. Volví al privado y traté de que mi amiga respondiera. No lo hacía. Al final apareció un mensaje en mi privado. En su ventana.

ELLA> Ahora sí te veo. No tengas miedo. Sólo me quedaré un momento.

Sentí un escalofrío que me recorrió la espina dorsal. El chat me indicó que tras escribir esa última frase, mi amiga había salido del chat. Ya no estaba allí. No se había despedido de nadie, ni de mí, ni del resto de los miembros del chat. Había desconectado.

Miré fijamente la pantalla que sólo se movía ahora en el chat general. Ni siquiera sé de qué estaban hablando. Para mí todas las líneas no tenían significado, sólo podía mirar su último comentario del privado. “Ahora sí te veo. No tengas miedo. Sólo me quedaré un momento”.
Entonces lo entendí. Comencé a llorar desesperada.

Mis manos corrieron a mis ojos y lloré sofocada, entendiendo que mi amiga había muerto, que era yo la que había tenido el presentimiento y la premonición, y que ahora ella estaba a mi lado. Esta extraña comprensión me hizo girarme y mirar mi habitación vacía. No quería creer que no estuviera allí. No podía, no después de todo....
Una caricia, tan suave que apenas era como un suspiro, acarició mi cabeza. Transmitió tal cantidad de paz que lejos de asustarme me relajó. Mis lágrimas continuaron cayendo por las mejillas. Ya no las secaba. Miraba al vacío sabiendo que ella estaba frente a mí.
- ¿Qué te han hecho? . –Pregunté al aire. - Pssss. Respiré hondo al escuchar ese sonido. Era como cuando era pequeña, tenía miedo y mi madre ponía su dedo en la boca y soplaba para que olvidara el tema y pensara en cosas bonitas.
Ladeé triste la cabeza. La paz de su caricia no me abandonaba pero sabía que éste sería nuestro primer y último encuentro sin el ordenador de por medio. Me tembló el labio. - Te echaré de menos.

En ese momento en el ordenador hubo un movimiento general. Se minimizó el chat, se abrió solo una ventana de Word (el procesador de textos) y apareció una corta frase en una página en blanco:

martes, 10 de agosto de 2010

Lectura 1



La hoja en blanco

Sandra Becerril

La hoja en blanco. El temido papel sin nada escrito en él. Mirándome, aguardando un derroche de imaginación que llene su espacio con pequeñas letrillas negras. La nada reflejada en un simple trozo de papel tamaño 8x10 pulgadas. La oportunidad de manifestar en él mis fantasías, mis mundos, mis personajes, mi frustración, mi amor... La encrucijada de la primera palabra, del primer párrafo que ha de formar una historia.La página me ve sin parpadear. Me observa fijamente, no pierde detalle de mi confusión de ideas, ni siquiera pestañea ante la grandiosa posibilidad de formar parte de la historia o del bote de basura. No se mueve, está quieta, atenta, simpática incluso. Yo la veo también. La hoja en blanco impone más que yo (eso es humillante). Una simple hojita que guarda enormes posibilidades en ella. Un suspiro que me acompaña a través de la ventana me indica que tal vez, por esta ocasión, se trate de un poema. “Un poema no es original”, piensa la hoja desdichada. Estoy de acuerdo con ella, tal vez no un poema. El silencio proveniente de la calle en este pleno amanecer en conjunto con el grito de una mujer al fondo del callejón dice que tal vez, esta vez, sea una novela.—¿De suspenso? ¿En serio? ¡Sé más creativo! —me exige.Me esforzaré más. ¡Lo tengo! Miro en el techo mi póster de El Señor de los Anillos y me imagino un mundo, sí, un mundo mágico y fantástico con extraños seres y tierras extraordinarias: un cuento.—¡No, por favor! ¿Cuántas veces lo has intentado? Sólo serías una mala copia de ese libro que admiras —me reprime y agrega—: no seas mediocre.Tiene toda la razón. ¿Un ensayo? Probablemente. Protesta también y hasta tiene el descaro de recomendarme que escriba un guión: —¡Eso es! un guión cinematográfico de Hollywood que venda mucho...Ni poema, ni novela, ni cuento, ni ensayo. Esta hoja me exige demasiado. Es muy ambiciosa para ser de un papel tan corriente. No me gusta que me vea así. Lo sigue haciendo. ¡La desgraciada se cree superior! Es molesta, me revuelve el estómago con su frágil textura.—Bien, así que no te gusta lo que escribo, ¿verdad? Y tú que me engañaste con tu risita hipócrita —le pregunto desafiándola y sacudiéndola—. Muy bien, espero que esto sí te guste.Entonces la tomo y la arrugo con odio entre mis pálidas manos aventándola por la ventana, lejos, tan lejos que cae en un charco de lodo después de ser apachurrada por las llantas de un automóvil. Saco otra hoja en blanco del paquete y la aplasto contra la ventana para que vea de lo que soy capaz. Una vez que el papel tiembla de miedo en mis manos, comienzo a escribir...